LA NACIÓN 

WASHINGTON   Viernes, 11 de marzo de 2022 . Los analistas y  expertos en temas rusos están agitando la idea de que tal vez el autócrata ruso Vladimir Putin sea mentalmente inestable. Señalan sus erráticos discursos, donde Putin parece inventar la historia desde cero, o el momento incómodo que se vivió cuando reprendió en público a uno de sus jefes de inteligencia. También están esas fotos dignas de un meme con Putin sentado en el extremo de una mesa absurdamente larga. Algunos incluso dicen que a Putin se lo ve mal físicamente, con la cara hinchada y poca estabilidad cuando está de pie. Se especula que todo eso puede deberse al creciente aislamiento del líder ruso, a su decisión de rodearse de aduladores, o a la furia contenida por el golpe de las amplias sanciones económicas que le impusieron Occidente y sus aliados desde que Rusia invadió Ucrania. Otros dicen que los aterra el Covid-19 y que se cuida obsesivamente.

Y los que se darían vuelta contra Putin no serían los oligarcas. Entre Putin y la oligarquía rusa existe una especie de reparto del poder, pero acotado mayormente a lo económico: el líder los deja manejar las grandes usinas productoras de dinero en Rusia y el exterior, y a cambio ellos lo ayudan a lavar su fortuna personal y a asistirlo en cualquier otro tema que el juzgue necesario. Los oligarcas no tienen acceso directo al “poder duro”, o sea el uso de la fuerza pública, como la policía y otros organismos de seguridad.

Tampoco aparecerá ningún mítico “hombre de la calle” que se alce para destronar a Putin. Hay muchos rusos que apoyan las políticas de Putin, y otros que simplemente se han vuelto apolíticos. Muchos creen en la propaganda estatal, que es la única información a la que tienen acceso una gran porción de la población rusa. Y aunque a veces los ciudadanos rusos protestan, esas manifestaciones siempre son sofocadas por la policía.

La verdadera y real amenaza para Putin proviene de los siloviki, palabra rusa que significa “gente de la fuerza” y que coloquialmente puede traducirse como “servicios”, o sea los agentes de la élite de seguridad e inteligencia militar de Rusia. Son personas como Nikolai Patrushev, actual secretario del Consejo de Seguridad de Rusia, y Alexander Bortnikov, jefe del Servicio Federal de Seguridad (FSB), y varios otros actuales y ex funcionarios de alto rango del área de seguridad.

Hombres como Patrushev o Bortnikiv no solo ostentan el uso de la fuerza pública, sino que saben cómo usarla y son proclives a hacerlo. El FSB maneja a los 160.000 gendarmes de la Guardia Fronteriza, y a decenas de miles de agentes armados con autoridad policial de diversas divisiones. Pero el poder del FSB no proviene de su capacidad para ejercer la violencia, sino de sus interminables ramificaciones secretas. Los hombres y mujeres del FSB son hábiles en la clandestinidad, las operaciones secretas son estrictamente compartimentadas en pequeños grupos. Nadie lo sabe mejor que Putin, que supo ser director de ese mismo organismo.

Y ante cualquier amenaza seria al sistema cleptocrático ruso, los siloviki siempre están dispuestos a defenderlo utilizando esa mezcla letal de poder duro y secretismo: la élite de seguridad, al fin y al cabo, deriva su poder de la supervivencia del sistema. Toda la estructura reacciona al verse amenazada, las protestas callejeras son toleradas hasta que llegan a un punto, y en el pasado Rusia ha soportado sanciones occidentales de menor intensidad. Como las ramas de un viejo árbol, la autocracia cleptocrática del Kremlin puede resistir tormentas ocasionales, pero si el tronco se pudre, los siloviki se ponen en acción.

Los siloviki son una fuerza formidable. Son los que envenenaron al líder opositor Alexei Navalny, y como no lograron matarlo, lo encarcelaron, al parecer indefinidamente. Los jefes del Departamento Central de Inteligencia (GRU) planearon y ejecutaron el intento de asesinato de Sergei Skripal utilizando un agente neurotóxico ruso de grado militar. Otros siloviki planearon el asesinato de Alexander Litvinenko envenenando su té con polonio en un hotel de Londres. Putin, quien supuestamente aprobó personalmente estas operaciones, está muy familiarizado con las capacidades de la élite de seguridad.

Putin y los siloviki son todos “chequistas” de alma. La Checa fue la primera versión de esa organización que finalmente se convertiría en la KGB. Pero el nombre o la estructura de la organización es menos importante que la mentalidad chekista, cuyas raíces se remontan a Vladimir Lenin y más tarde a Joseph Stalin.

Pero es probable que en estos días lo que más le quite el sueño al autócrata ruso y lo haga actuar erráticamente es que no puede haber pasado por alto el intento de golpe contra el líder soviético Mikhail Gorbachov en 1991. En pleno colapso de la Unión Soviética, las fábricas cerraban porque los empleados dejaron de ir a trabajar, simplemente porque sus empleadores ya no les pagaban. Putin, con su experiencia en la KGB, debe advertir los obvios paralelismos. Occidente, con gran unanimidad de esfuerzos, ha impuesto aplastantes sanciones a Rusia, y el sistema cleptocrático empieza a crujir.

Los primeros en sentir las sanciones serán los oligarcas, que con los años se acostumbraron a ordeñar las riquezas de Rusia gracias al trato preferencial que Putin les da a sus negocios. Las sanciones a estos negocios acabarán con la riqueza de los oligarcas, y también les resultará más difícil lavar sus ganancias mal habidas, o sea que ni ellos ni sus familias podrán seguir disfrutando tan livianamente del dinero que le han robado al pueblo ruso. Tampoco podrán usar sus jets ni sus yates privados, varios de los cuales ya fueron incautados por los gobiernos occidentales. Europa, Estados Unidos, Canadá y varias democracias asiáticas dejarán de otorgarles visas, y la clase oligarca comenzará a patalear y luego entrará en pánico.

Putin no se verá demasiado amenazado ni por los oligarcas ni por los rusos comunes, y en todo caso tiene mecanismos para reprimirlos a ambos, como ya lo ha hecho eficazmente en el pasado. Ningún oligarca olvidará el destino de Mikhail Jodorkovski, que se pasó 10 años en la cárcel por desafiar políticamente a Putin y ahora vive exiliado en Londres.

Y todos los ciudadanos rusos entienden, casi a nivel genético, la capacidad de Putin para sembrar terror y muerte en las manifestaciones. Ni las figuras de la oposición ni los periodistas rusos no quieren terminar como Boris Nemtsov, acribillado a pasos del Kremlin, o como Ana Politikovskaya, que apareció con un tiro en la cabeza en su departamento.

Pero los siloviki sí son un peligro mucho más serio para Putin. Si la élite de seguridad percibe que el sistema se está pudriendo, hará lo que sea para proteger sus intereses. Tienen las armas y el personal para amenazar a Putin. Saben operar sin ser detectados, porque son ellos los que manejan el radar. Y si bien es razonable suponer que Putin tiene algún medio para monitorearlos, tiene tantos problemas a la vez que no puede vigilar todos sus movimientos.

La invasión de Ucrania desencadenó una reacción fulminante que amenaza la viabilidad del Estado ruso. Como en 1991, el país está en grave riesgo. Los siloviki, que observan la disolución en cámara lenta de la autocracia cleptocrática que los ha mantenido en el poder durante las últimas tres décadas, tienen la capacidad de acabar con el régimen de Putin. Y podrían decidir pasar a la acción.

Putin haría bien en recordar las palabras pronunciadas hace más de 100 años por Felix Dzerzinskiy, el despiadado jefe de la Checa: “Somos el terror organizado, hay que ser francos y admitirlo. En tiempos de revolución, el terror es absolutamente necesario.”